Sinopsis:
Este libro se convirtió inmediatamente en un clásico y consagró a su autor como «uno de los grandes escritores clínicos del siglo» (The New York Times). En él narra veinte historiales médicos de pacientes perdidos en el extraño mundo de las enfermedades neurológicas: individuos aquejados por inauditas aberraciones de la percepción, que han perdido la memoria, que son incapaces de reconocer a sus familiares o los objetos cotidianos..., a los que Oliver Sacks retrata con pasión humana y gran talento literario.
Algunos estractos:
Aquí presentamos unos extractos de cada caso con el objeto de estimular a leer las historias originales en: Sacks, Oliver (2002). El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Barcelona. Ed. Anagrama. Todas ellas reflejan la importancia de la memoria en el yo. Como en cierta ocasión apuntó Buñuel, “Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin memoria no sería vida... Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella, no somos nada...”
Historia 1. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Caso de prosopagnosia).
“…Los lóbulos temporales del doctor P. estaban intactos, no cabía duda alguna: tenía un córtex musical maravilloso. ¿Qué tendría, me preguntaba yo, en los lóbulos parietal y occipital, sobre todo en las partes en que se producen los procesos de la visión? Llevaba los sólidos platónicos en el equipo neurológico y decidí empezar por ellos.
‑¿Qué es esto? ‑pregunté, extrayendo el primero.
‑Un cubo, por supuesto.
‑¿Y esto? ‑pregunté, esgrimiendo otro.
Me preguntó si podía examinarlo, y lo hizo rápida y sistemáticamente:
‑Un dodecaedro, por supuesto. Y no se moleste con los demás... ése de ahí es un icosaedro.
Era evidente que las formas abstractas no planteaban ningún problema. ¿Y las caras? Saqué una baraja. Identificó inmediatamente todas las cartas, incluidas las jotas, las reinas, los reyes y el comodín. Pero se trataba, claro, de dibujos estilizados, y era imposible determinar si veía rostros o sólo ciertas pautas. Decidí mostrarle un libro de caricaturas que llevaba en la cartera. También en este caso respondió bien mayoritariamente. El puro de Churchill, la nariz de Schnozzle: en cuanto captaba un rasgo podía identificar la cara. Pero las caricaturas son también formales y esquemáticas. Había que ver cómo se las arreglaba con rostros reales, representados de forma realista.
Puse la televisión, sin el sonido, y me topé con una película antigua de Bette Davis. Se estaba desarrollando una escena de amor. El doctor P. no fue capaz de identificar a la actriz... pero esto podría deberse a que la actriz nunca hubiese entrado en su mundo. Lo que resultaba ya más sorprendente era que no lograba identificar las expresiones de la actriz ni las de su pareja, aunque a lo largo de una sola escena tórrida dichas expresiones pasaron del anhelo voluptuoso a la pasión, la sorpresa, el disgusto y la furia, a una reconciliación tierna. El doctor P. no fue capaz de apreciar nada de todo esto. No parecía enterarse de lo que estaba sucediendo, de quién era quién, ni siquiera de qué sexo eran. Sus comentarios sobre la escena eran claramente marcianos.
Cabía la posibilidad de que parte de sus dificultades se debiesen a la irrealidad de un mundo hollywoodense de celuloide; pensé que quizás tuviese más éxito identificando caras de su propia vida. Había por las paredes fotos de la familia, de colegas, de alumnos, fotos suyas. Cogí unas cuantas y se las enseñé, no sin cierta aprensión. Lo que había resultado divertido, o chistoso, en relación con la película, resultaba trágico en la vida real. No identificó en realidad a nadie: ni a su familia ni a los colegas ni a los alumnos; ni siquiera se reconocía él mismo. Identificó en una foto a Einstein por el bigote y el cabello característicos; y lo mismo sucedió con una o dos personas más.
‑¡Ah sí, Paul! ‑dijo cuando le enseñé una foto de su hermano‑. Esa mandíbula cuadrada, esos dientes tan grandes... ¡Reconocería a Paul en cualquier parte!
¿Pero había reconocido a Paul o había identificado uno o dos de sus rasgos y podía en base a ellos formular una conjetura razonable sobre su identidad? Si faltaban «indicadores» obvios se quedaba totalmente perdido. Pero no era sólo que fallase la cognición, la gnosis; había algo fundamentalmente impropio en toda su forma de proceder. Abordaba aquellas caras (hasta las más próximas y queridas) como si fuesen pruebas o rompecabezas abstractos. No se relacionaba con ellas, no contemplaba. Ningún rostro le era familiar, no lo veía como correspondiendo a una persona, lo identificaba sólo como una serie de elementos, como un objeto. Así pues, había gnosis formal pero ni rastro de gnosis personal. Y junto a esto estaba su indiferencia o ceguera, a la expresión. Un rostro es, para nosotros, una persona que mira... vemos, digamos, a la persona, a través de su persona, su rostro. Pero para el doctor P. no existía ninguna persona en este sentido... no había persona exterior ni persona interior” (págs. 31-33).
Historia 2. El hombre que se cayó de la cama (Caso de problema con la sensorialidad propiceptiva).
Cuando llegué me encontré al paciente echado en el suelo junto a la cama mirándose fijamente una pierna. Había en su expresión cólera, alarma, desconcierto y cierta divertida curiosidad... pero lo que predominaba era el desconcierto, con un punto de consternación. Le pregunté si quería volver a acostarse, o si necesitaba ayuda, pero estas sugerencias parecieron alterarle y me hizo un gesto negativo. Me puse en cuclillas a su lado y fui sacándole la historia allí, echado en el suelo. Había ingresado aquella mañana para unas pruebas, me dijo. No tenía ningún problema, pero los neurólogos, al comprobar que tenía la pierna izquierda «holgazana» (ésa había sido la palabra exacta que habían utilizado) creyeron oportuno ingresarlo. Se había sentido perfectamente todo el día y al atardecer se había quedado adormilado. Cuando despertó se sentía bien también, hasta que se movió en la cama. Entonces descubrió, según sus propias palabras, «una pierna de alguien» en la cama... ¡una pierna humana cortada, era horrible! Al principio se quedó estupefacto, asombrado, acongojado... jamás en su vida había experimentado, ni imaginado siquiera, algo tan increíble. Tanteó la pierna con cierta cautela. Parecía perfectamente formada, pero era «extraña» y estaba fría. De pronto tuvo una inspiración. Ya sabía lo que había pasado: ¡Era todo una broma! ¡Una broma absolutamente monstruosa y disparatada pero bastante original! Era el día de Año Viejo y todo el mundo estaba celebrándolo. La mitad del personal andaba achispado; todos gastaban bromas, tiraban petardos; una escena de carnaval. Evidentemente una de las enfermeras que debía tener un sentido del humor un tanto macabro se había introducido subrepticiamente en la Sala de Disección, había sacado de allí una pierna y luego se la había metido a él en la cama para gastarle una broma cuando estaba aún completamente dormido. Esta explicación le tranquilizó mucho; pero considerando que una broma es una broma y que aquélla se pasaba ya un poco de la raya, lanzó fuera de la cama aquella pierna condenada. Pero, y en este punto perdió ya el tono coloquial y se puso de pronto a temblar, se puso pálido, cuando la tiró de la cama, sin explicarse cómo, cayó él también detrás de ella... y ahora la tenía unida al cuerpo.
‑¡Mírela! ‑chilló, con una expresión de repugnancia‑. ¿Ha visto usted alguna vez algo tan horrible, tan espantoso? Yo creí que un cadáver estaba muerto y se acabó. ¡Pero esto es misterioso! Y no sé... es espeluznante... ¡Parece como si la tuviera pegada!
La asió con las dos manos, con una violencia extraordinaria e intentó arrancársela del cuerpo y al no poder, se puso a aporrearla en un arrebato de cólera.
-¡Calma! ‑dije‑. ¡Tranquilícese! ¡No se ponga así! No debe aporrear esa pierna de ese modo.
‑ ¿Y por qué no? - preguntó irritado, agresivo.
‑Porque esa pierna es suya ‑contesté‑. ¿Es que no reconoce usted su propia pierna?
Me miró con una expresión en la que había estupefacción, incredulidad, terror y curiosidad a la vez, todo ello mezclado con una especie de recelo jocoso.
‑¡Vamos, doctor! ‑dijo‑. ¡Está usted tomándome el pelo! Está usted de acuerdo con esa enfermera... ¡no deberían burlarse así de los pacientes! ~
‑No estoy bromeando ‑le dije yo‑. Esa pierna es suya.” (págs. 82-84).
Historia 3. ¡Vista a la derecha! (Caso de problema con neglect).
La señora S., una mujer inteligente de sesenta años, ha sufrido un grave ataque que afecta a las partes posteriores y más profundas del hemisferio cerebral derecho. Conserva plenamente la inteligencia... y el humor.
A veces se queja a las enfermeras de que no le han puesto el postre o el café en la bandeja. Cuando las enfermeras le explican: «Pero, señora S., lo tiene ahí, a la izquierda», parece no entender lo que le dicen, y no mira a la izquierda. Si tiene la cabeza ligeramente girada, de manera que resulte visible el postre para la mitad derecha intacta del campo visual, dice: «Vaya, pero si está ahí... pues antes no estaba». La señora S. ha perdido totalmente la noción de «izquierda», tanto por lo que se refiere al mundo como a su propio cuerpo. Se queja a veces de que las raciones son demasiado pequeñas, pero esto se debe a que sólo come de la mitad derecha del plato... no cae en la cuenta de que pueda haber también una mitad izquierda. A veces se pinta los labios y se maquilla la mitad derecha de la cara, olvidándose por completo de la izquierda: es casi imposible tratar estos problemas porque no hay modo de atraer su atención hacia ellos («Hemi-desatención», ver Battersby 1956) y no tiene ni idea de que existan. Lo sabe intelectualmente, y puede comprenderlo, y reírse; pero le es imposible saberlo de una forma directa.
Al saberlo intelectualmente, al saberlo por deducción, ha elaborado estrategias para resolverlo. No puede mirar a la izquierda, directamente, no puede girar a la izquierda, así que lo que hace es girar a la derecha... y hacer un círculo completo. Por eso solicitó, y se le facilitó, una silla de ruedas giratoria. Y ahora, si no puede encontrar algo que sabe que debería estar, gira a la derecha, haciendo un círculo, hasta que lo ve. Este procedimiento le parece notablemente práctico si no puede hallar el café o el postre. Si la ración le parece demasiado pequeña, se gira a la derecha, mirando en esa misma dirección, hasta que se hace visible la mitad que faltaba, entonces se la come, o se come más bien la mitad, y siente menos hambre que antes. Pero si aún tiene hambre, o piensa en el asunto y se da cuenta de que quizás haya visto sólo la mitad de la mitad perdida, realiza una segunda rotación hasta que ve el cuarto restante, y lo bisecciona de nuevo también. Suele bastar con esto (si echamos cuentas, se habrá comido ya las siete octavas partes de su ración) pero si lo considera necesario, si se siente particularmente hambrienta u obsesionada, da una tercera vuelta y se asegura otra dieciseisava parte de la ración (dejando en el plato, desde luego, el dieciseisavo restante, el de la izquierda)” (págs.. 107-108).
Historia 4. Reminiscencia (Caso de paciente con pequeña zona del lóbulo temporal infartada).
La señora O’C. estaba un poco sorda, pero gozaba por lo demás de buena salud. Vivía en una residencia para ancianos. Una noche, en enero de 1979, soñó clara y nostálgicamente con su infancia en Irlanda y sobre todo con las canciones que cantaban allí y con cuya música bailaban. Cuando se despertó aún seguía sonando la música, muy alto y muy claro. «Aún debo seguir soñando», pensó, pero no era así. Se levantó, agitada y desconcertada. Se encontró con que era aún de noche. Alguien debe haberse dejado la radio puesta, supuso. ¿Pero por qué era ella la única persona que la oía? Comprobó todos los aparatos de radio que pudo encontrar: estaban todos apagados. Luego se le ocurrió otra idea: había oído decir que los empastes dentales podían actuar a veces como un receptor cristalino, recogiendo emisiones descarriadas con extraordinaria intensidad. «Es eso», pensó. «Uno de los empastes que tengo me está dando la lata. No me la dará mucho. Haré que me lo arreglen por la mañana. » Se quejó a la enfermera del turno de noche, pero ésta le dijo que los empastes parecían en perfecto estado. Entonces se le ocurrió otra idea: «¿Qué emisora de radio», razonó, «emitiría canciones irlandesas, ensordecedoramente, en mitad de la noche? Canciones, sólo canciones, sin introducción ni comentario. Y sólo canciones que conozco yo. ¿Qué estación de radio iba a poner mis canciones y nada más?». Entonces se preguntó: «¿Estará la radio en mi cabeza?».
A estas alturas estaba ya totalmente desconcertada... y la música seguía, ensordecedora. Su última esperanza era su ENT, el otólogo que la examinaba: él la tranquilizaría, le diría que eran sólo «ruidos en el oído», algo relacionado con su sordera, nada que pudiese ser motivo de preocupación. Pero cuando lo vio, aquella misma mañana, el otólogo le dijo: «No, señora O’C., no creo que sean sus oídos. ¡Un simple zumbido o un silbido o un rumor, quizás. Pero un concierto de canciones irlandesas... eso no son los oídos Quizás», añadió, «debiera ver usted a un psiquiatra». La señora O’C. pidió hora a un psiquiatra aquel mismo día. «No, señora O’C.», le dijo el psiquiatra, «no es su mente. No está usted loca... y los locos no oyen música, oyen sólo "voces". Ha de ver usted a un neurólogo, a mi colega el doctor Sacks ». Y así fue como vino a mi la señora O’C” (págs. 172-173).
Historia 5. El perro bajo la piel (Caso de hiperosmia).
Stephen D., veintidós años, estudiante de medicina, consumo de drogas (cocaína, PCP y sobre todo anfetaminas). Sueño vívido una noche, soñó que era un perro, en un mundo increíblemente rico y significativo en olores. («El olor feliz del agua... el recio olor de la piedra»). Al despertar, se encontró precisamente en un mundo así. «Como si hubiese sido hasta entonces totalmente ciego a los colores y me encontrase de pronto en un mundo lleno de color.» De hecho tuvo una potenciación de la visión cromática («era capaz de diferenciar docenas de marrones donde antes habría visto sólo marrón. Mis libros forrados de piel, que parecían similares antes, tenían ahora todos ellos matices completamente diferentes y diferenciables»). Y una potenciación espectacular de la percepción visual eidética y de la memoria («antes no podía dibujar nunca, no podía "ver" cosas en el pensamiento, pero de pronto era como si tuviera en la mente una cámara lúcida: Lo "veía" todo, como proyectado sobre el papel, y me limitaba a dibujar los perfiles que "veía". De pronto podía hacer los dibujos anatómicos más precisos»). Pero lo que realmente transformó su mundo fue la exaltación del olfato: «Yo había soñado que era un perro (fue un sueño olfativo) y despertaba y me hallaba en un mundo infinitamente fragante... un mundo en el que todas las demás sensaciones, aunque estuviesen potenciadas, palidecían frente al olfato». Y con todo esto le sobrevino una especie de emoción trémula y anhelante y una nostalgia extraña como de un mundo perdido, medio olvidado y medio recordado (1).
«Entré en una tienda de perfumes», continuó, «hasta entonces no había sido demasiado sensible a los olores, pero ahora distinguía instantáneamente uno de otro, y cada uno de ellos me parecía único, evocador, todo un mundo». Se dio cuenta de que podía distinguir a todas sus amistades (y a todos los pacientes) por el olor: «Entraba en la clínica, olfateaba como un perro, e identificaba así, antes de verlos, a los veinte pacientes que había allí. Cada uno de ellos tenía una fisonomía olfativa propia, un rostro de olor, mucho más vívido y evocador, y fragante, que cualquier rostro visual». Podía oler las emociones de los demás (miedo, alegría, sexualidad) lo mismo que un perro. Podía identificar las calles, las tiendas, por el olor... podía orientarse y andar por Nueva York, infaliblemente, por el olor” (págs.. 202-203).
Algo sobre el autor:
Oliver Sacks (9 de julio de 1933, Londres) es neurólogo. Ha escrito importantes libros sobre sus pacientes. Se considera seguidor de la tradición, propia del s. XIX, de las «anécdotas clínicas» (historias de casos clínicos contadas siguiendo un estilo literario informal). Su ejemplo favorito es The mind of the mnemonist, de Alexander Luria.
Se licenció en el Queen’s College de Oxford y se doctoró en neurología en la Universidad de California. Vive en Nueva York desde 1965. Actualmente es profesor clínico de neurología en el Albert Einstein College of Medicine, profesor adjunto de neurología en la School of Medicine de la Universidad de Nueva York y neurólogo de consulta para las Hermanitas de los pobres. Ejerce en la ciudad de Nueva York.
Sacks describe sus casos con poco detalle clínico, concentrándose en las experiencias del paciente. En una de sus historias (Con una sola pierna) él es el protagonista. Algunos de los casos son incurables, o casi, pero los pacientes consiguen adaptarse a sus situaciones de distintos modos.
En su libro más conocido, Despertares (del cual se hizo una película que lleva el mismo título), relata sus experiencias usando la nueva droga L-DOPA en afectados por la epidemia de encefalitis letárgica acaecida en los años 1920. También fue el tema de la primera película hecha para la serie documental Discovery de la BBC.
En otros de sus libros describe casos del síndrome de Tourette y los efectos de la enfermedad de Parkinson. El relato principal de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero versa sobre un hombre con agnosia visual, que también fue el personaje protagonista de una ópera de Michael Nyman presentada en 1987. La historia Un antropólogo en Marte, que forma parte del libro de mismo nombre, trata de Temple Grandin, una profesora con síndrome de Asperger. Las obras de Sacks han sido traducidas a 21 idiomas.
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